Un poco de Filosofía : a vueltas con las preguntas inconclusas de siempre

David Suárez Quintanilla

Lo que más me asombra de los seres humanos es su capacidad para acostumbrarse, y minusvalorar, la concatenación de milagros que requiere el existir y su escasa capacidad de asombro ante la naturaleza y el universo. Lo más infrecuente, de lo que debería ser frecuente, es el planteamiento de las preguntas clásicas sobre el por qué y para qué de nuestra existencia. Hoy, y menos que nunca, la gente no se plantea nada más que el vivir en el horizonte más inmediato de la existencia: cómo ganar más dinero, para solucionar la acuciante necesidad de este, cómo trabajar menos y cómo tener más tiempo libre para el ocio activo (incluso el ocio queda enmarcado dentro de esta inagotable hiperactividad que nos hace a los humanos, y a vista de pájaro, similares a las hormigas). Nos asombramos a la tecnología que nos desborda, pero no a la rareza estadística de nuestra existencia.

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que estamos sumidos en una crisis de felicidad. Aquí, en Galicia, las cifras de consumo de ansiolíticos, antidepresivos y fármacos para dormir, entre mujeres mayores de 50 años, resulta alarmante; muchos adolescentes están desnortados y el incremento exponencial de los intentos de suicidio en esta franja de edad, no dejan lugar a la duda sobre la ola de frustración e infelicidad que nos invade. El COVID ha pasado a ser el toro que mató a Manolete, el responsable de todos los males, pero nos olvidamos que la obligada clausura durante la pandemia, y el perfeccionamiento tecnológico de los teléfonos inteligentes, supuso la entrada en el mundo y la comunicación digital de una gran parte de la humanidad. Los filósofos no solo piensan en por qué ocurre lo que ocurre, sino que tienen la perspicacia, de tanto pensar, de adelantarse al futuro, reflexionando sobre el camino que los individuos, incluso la humanidad, han tomado en el pasado. Las consecuencias son productos de las causas, al igual que en la ciencia. El hombre-masa de Ortega y Gasset, hoy hombre-masa-digital, está de moda, es un nuevo zombi al estilo “The Walking Dead” que todo lo quiere devorar tras contagiarse con el virus del deseo originado y extendido por las redes. Estamos en las antípodas de las escuelas socráticas, estoicas y epicúreas, y una gran parte de la humanidad ha dado la espalda a más de 25 siglos de sabiduría o filosofía del buen vivir. La sociedad de la represión de Michael Foucault, con reminiscencias en el Leviatán de Thomas Hobbes, ha cambiado al carcelero, el psiquiatra o el policía, por una crisis neuronal individual donde cada uno de nosotros convierte su hiperactividad, tanto en el trabajo como la vida familiar y el ocio, en una cárcel donde van a parar los fracasados sociales, donde residen todos aquellos individuos que no han cumplido las expectativas de éxito autoimpuestas por la sociedad del hiperconsumo; y no hace falta que nos lo diga Byung-Chul Han, es que es harto evidente.

La filosofía, hija de la capacidad de asombro, nace del ocio, incluso del aburrimiento, de aquellos hombres libres griegos que no tenían otra cosa que hacer que pensar en por qué había algo en lugar de nada. La introspección, la observación del comportamiento humano y de la naturaleza delimitaron los primeros pasos del filosofar. Veinticinco siglos después del despertar de la filosofía en Grecia, seguimos como estamos; no hemos aprovechado nada de la Filosofía, entendida como el arte de vivir. Varios factores han contribuido a esta situación: el oscuro velo que muchos filósofos profesionales han puesto alrededor de la filosofía al utilizar un lenguaje, incluso una jerga propia, imposible de comprender para los no iniciados, con el claro propósito de que los no profesionales no pudieran meter baza en su terreno; la enseñanza de la Filosofía en el bachillerado tampoco ha contribuido para despertar en el alumno ese amor a la sabiduría, por la amplitud del temario y el reducido tiempo para su desarrollo. Pero creo que la razón más importante de este dar la espalda a la Filosofía es la sensación de que esta no sirve para nada, que es un divertimento intelectual sin utilidad. La Filosofía es como el oxígeno que respiramos, imprescindible para la vida, omnipresente en el aire que respiramos, pero imperceptible; nunca pensamos el él.

¿Para qué sirve la Filosofía? Para tener, en palabras de Sócrates, una vida pensada; un hacernos conscientes de lo que a diario nos ocultan los dioses: la estadística improbabilidad del vivir, la libertad y capacidad de desarrollar un proyecto vital propio y la decisión de autorrealización y transcendencia. Se suele decir que la religión y la filosofía se diferencian porque en la primera todos son certezas, pero donde no podemos hacer preguntas, o estas son contestadas con el milagro de la fe, y en la segunda todo son dudas, incluso angustia, en una búsqueda sin término. La religión ofrece esperanza y la filosofía la desesperación de la duda; la primera no requiere de una sesera especial, más bien al contrario, y la segunda sí, de aquí la popularidad de la religión frente a la filosofía. La Filosofía, a diferencia de la religión o la ciencia, no sirve para dar respuestas, sino para hacer buenas preguntas; y así lleva veinticinco siglos.

¿Para qué sirve hacerse preguntas que no tienen respuesta? Pues para reflexionar sobre las posibles respuestas, no sabiendo nunca cuál es la correcta. En el falsacionismo popperiano, el utilizado en la ciencia médica, establecemos constructos, hipótesis o teorías, de manera provisional y su certeza o validez la consideramos transitoria, a la espera de experimentos o nuevos datos que la refuten. En Filosofía no aplicamos este principio, el postmodernismo no deja de ser válido tras su refutación, apareciendo el constructivismo o el nuevo realismo; es cierto que hay modas, pero en realidad las distintas escuelas filosóficas son maneras de aprender la manera de vivir, de buscar un sentido a todo esto; la ciencia quiere buscar el cómo y la filosofía el por qué (la religión te dogmatiza el por qué y la Iglesia y el rito te dice el cómo).

Vivimos un momento particularmente complejo, donde la tecnología ha mejorado la vida del ser humano, siendo la medicina un aspecto indiscutible de este avance por la concatenación del método científico (la conocida como Medicina Basada en la Evidencia), la tecnología y su aplicación práctica en forma de técnica; nadie discute esto. Hay un runrún que me dice que los próximos cinco años van a ser apasionantes tecnológica y sociológicamente; se está produciendo una revolución que la historia equiparará a la industrial, pero que afectará antes y más profundamente a los individuos, por la interconexión que no existía en los tiempos de la I Revolución Industrial. Pero esta esperanza en un mundo mejor presenta, al menos hoy, claroscuros cuyo epítome es la desigualdad de la economía mundial (el 1% de la población, posee el 99% de la riqueza) y la concatenación de riqueza y poder económico y político ( ya no existe un mapa geopolítico, como en la época de la Guerra Fría, sino una verdadera partida de Monopoly, en un tablero tecnolibertario, donde los más ricos (Donald Trump y su corte de asesores multimillonarios) se están haciendo más ricos a base de prometer a los pobres hacerse ricos, supongo que por contagio). Estoy convencido que estamos en los albores de la humanidad (dentro de unos cientos o miles de años, se nos recordará como inseparables de la cultura original grecorromana, en el mismo período histórico) y es en la generación de nuestros nietos donde comenzará la conquista inicial del Cosmos. La inteligencia artificial va a producir cambios radicales en el primer mundo, en cincuenta años desaparecerán más del cincuenta por cien de los trabajos que hoy existen y otro cincuenta por cien de los trabajos que existirán en esa época aún no han sido creados.

Como cualquier artículo que se precie hoy de filosofía, hemos de interpelar al coreano Byung Chul Han, no vamos a ser menos. En su ensayo sobre “La sociedad del cansancio” este heideggeriano filósofo compara a la sociedad disciplinaria de Michel Foucault, aquella de “El Muro” de Pink Floyd, formada por psiquiátricos, internados, cuarteles y cárceles, por una nueva sociedad del cansancio, donde el represor ya no es el estado, a través del psiquiatra, el cura, el militar o el carcelero, sino el propio individuo manipulado por una sociedad digital, hiperconectada e hiperconsumista. El actual aumento de las enfermedades mentales y el disparado consumo de neurofármacos para poder dormir, tratar la ansiedad o la depresión, refuerzan el certero diagnóstico del ensayo de Byung Chul Han. Los individuos de esta sociedad del cansancio son producto del espejismo que les crea la sociedad del hiperconsumo y que se refleja en un conocido slogan comercial y político: sí, tú puedes, porque tú lo vales. Las redes hacen el resto, creando la necesidad artificial de hacer y poseer, e introduciendo en nuestras almas el veneno del deseo. El paradigma neuronal del enfermar, de acuerdo con el autor, se basa en un exceso de positivismo, de hacer cada vez más cosas, de abarcar más trabajos, hasta que un día el individuo colapsa, sus neuronas gripan, y se suma a esa ingente marea de individuos infelices, frustrados, fracasados, quemados y, encima, aburridos. Este tipo de “violencia” tan alejada de aquella de la sociedad disciplinaria de Foucault, Byung Chul Han la denomina neuronal. La sociedad hiperconsumista es también la del rendimiento, la de la maximización de la eficacia, donde el sujeto, bajo el espejismo del “yo deseo, yo puedo” se castiga a sí mismo en el gimnasio, el banco o su empresa, a través del pluriempleo y la multitarea. El individuo, que se cree libre porque no tiene un aparente represor ni ha de acatar la autoridad (ni si quiera la represión freudiana de sus pulsiones), sin embargo, sufre un gran engaño porque ahora el verdadero represor es él mismo que se autoimpone inconscientes castigos que lo acaban quemando. La sociedad de Foucault producía inadaptados y delincuentes y la de Byung Chul Han, autoexplotados, fracasados, ansiosos y deprimidos. Cada peldaño que el individuo logra, en esta especie de depresión por el éxito, lo va abocando a una mayor infelicidad.

El aburrimiento surge de la concatenación de varios factores, la falta de vida contemplativa, de no tener tiempo para estar a bien con uno mismo, la ausencia de pensamientos interesantes propios y la loca hiperactividad, e interconectividad, sea a través de WhatsApp, Instagram o TikTok, al objeto de rellenar el vacío de la verdadera alteridad con evanescentes vínculos sociales; por eso Byung Chul Han habla de la pedagogía del mirar (yo sugeriría a la traductora cambiar mirar por contemplar). Todo es rápido y con el objetivo de consumir, no de disfrutar ni entender lo contemplado. Me recuerda a los chistes y sucedidos del incomparable humorista Gila, donde refería un tour por Europa tan rápido que había acabado viendo, y solo un poquito, la torre inclinada de Paris, la torre Eiffel de Pisa o el Big Ben de Roma. Vivimos una especie de presente constante donde no soy capaz de decir que no, me es imposible rechazar un nuevo trabajo, una nueva actividad, un nuevo proyecto. La fatiga mental que todo esto me genera la he de aguantar con dopaje (fármacos, drogas, etc.). El sujeto, espoleado por el marketing consumista de “tú lo vales, tú lo puedes” acaba compitiendo consigo mismo, y sus capacidades, hasta que su motor neuronal se gripa y cae en la frustración e infelicidad. Como muy bien apunta Byung Chul Han: “La violencia de la positividad no priva, satura: no excluye, agota”. ¿La receta? Reducir el tiempo laboral, el del rendimiento, para dedicarse a lo bello y lo sublime, a la contemplación de lo que la filosofía nos enseña.

¿Ante tanta tecnología, capacidad de comunicación y teórico bienestar, qué papel juega una Filosofía acusada de no servir para nada? Uno de los aspectos interesantes de la filosofía es la reflexión sobre las paradojas y su conexión con los misterios más profundos de las matemáticas (¿existen y son descubiertas o son descubiertas y por eso existen?) y la física cuántica (el papel del observador en el experimento). La flecha que nunca llega al blanco, porque siempre le faltará recorrer la mitad de su camino, o si el barco de Teseo sigue siendo el mismo a pesar de haberse sustituido, a lo largo de los años, todos su remos, maderas y clavos. La capacidad de aprensión del mundo por el hombre, en sus diferentes aspectos culturales, históricos, filosóficos, religiosos y científicos no es hoy una tarea hercúlea, sino imposible, existe un verdadero multiverso que anula el enciclopedismo de la antigüedad. Esta superespecialización, unida al maremágnum informativo de las redes, es un árbol, de tronco muy grueso, que no nos deja ver el bosque; y este es un problema al que se añade es espejismo de saber, o tener cultura, por disponer en nuestro teléfono inteligente una terminal con los datos disponibles sobre cualquier tema. A todo esto, hay que unir la fantasía de que somos unos animales muy diferentes al resto, con unas capacidades de raciocinio inmejorables. No, somos animales en evolución cuyo cerebro presenta innumerables virtudes, pero también muchos defectos, los conocidos como heurísticos, errores de la mente o del razonamiento, creados para poder funcionar en un mundo enloquecido para el que no hemos sido creados. Por todas estas razones urge hoy que las personas, y pienso aquí en mis hijos y alumnos, abracen la manera de pensar a que enseña la Filosofía.

Más allá de las razones para que exista algo en lugar de nada, del objetivo de nuestra existencia y el sentido de nuestra vida, todos los humanos tenemos dos características: nos aferramos a nuestra existencia (incluso los suicidas, como bien explicaba Camus) y buscamos la felicidad; sufrir y ser infelices es lo peor que le puede pasar al ser humano. Y aquí viene la paradoja, esa cosa que llamamos Filosofía, que parece inútil, que no da buenas noticias, ni siquiera esperanzas, y que solo plantea preguntas, puede ser la herramienta más válida, a través de la reflexión, para tener una vida feliz. El actual papel de la Filosofía es mostrar la esencia de lo que han pensado las mejores mentes de la humanidad, y a lo largo de los siglos, para que, retirado ese enorme tronco que hoy representa la sociedad de la comunicación hipercapitalista e hiperconsumista, puedas ver el bosque, puedas entender algo del sentido de la vida, o al menos, de tu vida.

A vueltas con la creencia

He vuelto a ver en YouTube los distintos debates públicos del combativo ateo Richard Dawkins con varios científicos (el matemático John Lennox, en el museo de Historia Natural de Oxford) y teólogos (el cardenal George Pell o el Padre Jesuita Gerardo Remolina Diaz, en el 80 aniversario de la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana de Medellín) o en ese maravilloso evento anual, muy al gusto mexicano, que se celebra en la ciudad de Puebla bajo el título “La Edad de las Ideas”. En todos los casos me he quedado asombrado no de como Dawkins había salido victorioso de todos los debates, sino de la debilidad y la falta de argumentos de sus oponentes; mal lo tiene la Iglesia de seguir por este camino y con estos escuderos.

George Pell, eminente científico en el campo de las matemáticas, parecía responder a ese modelo de pensar tan criticado por los científicos ateos, muy racional, lógico y escéptico (muy falsacionista popperiano) hablando de ciencia y muy infantil abordando sus creencias más íntimas y profundas; una curiosa esquizofrenia difícil de compatibilizar. El caso del teólogo Gerardo Remolina, si cabe, aún fue peor y parecía disculpar continuamente a la Iglesia, entonando un innecesario mea culpa, frente a los ataques irredentos de Dawkins. El padre Remolina me recordaba, en ese triste debate, a la “acomplejadita derecha española” ,en palabras del periodista Federico Jiménez Losantos, que parece pisar huevos cuando se trata de combatir a la izquierda, la ideología Woke, la Me Too o de poner pie en pared frente a las estrambóticas minorías que intentan dominar nuestro pensamiento social, y convertir lo suyo en lo normal, lo políticamente correcto, en aras del respeto de todas las opiniones (mejor le hubiera ido a la humanidad sino hubiéramos respetado las opiniones de Hitler, Stalin, Leopoldo II de Bélgica o Mao Zedong, responsables directos de más de 100 millones de asesinatos). El terrible incremento de la infelicidad de los jóvenes, el aumento exponencial de consultas psiquiátricas e intentos de suicidio en adolescentes es la prueba irrefutable del fracaso de todas estas excentricidades que tienen su escaparate y eco permanente en las redes. Una cosa es hacerse el raro, el diferente, durante la crisis puberal y otra, muy distinta, es convertir la rareza, el hacerse el diferente, en un modo de vida.

El antiintelectualismo que denunciaba Isac Asimov en Newsweek hace 25 años, ha irrumpido hoy con más fuerza que nunca entre los jóvenes gracias a la brecha digital, al gasto de tiempo y energías en Instagram y TikTok. Este gap digital crece a pasos agigantados porque mientras una minoría utiliza las redes para su culturización la mayoría está enganchada al móvil viendo y oyendo lo que denomino anticultura o desperdiciando el tiempo en conversaciones espurias de WhatsApp. Es evidente que el tiempo malgastado diariamente con el móvil, resta de otras actividades más saludables tanto para el cuerpo como la mente. Ver, y no tener que imaginar, como ocurre cuando leemos, seguro que ha de tener implicaciones negativas en el tardío desarrollo del área prefrontal de la corteza cerebral, lo que aumentará el número de tontos funcionales, y ya no cabrán más, en la futura sociedad.

No soy practicante y tengo muchas dudas sobre la creencia, pero me revuelvo ante la falta de argumentos, y su infantilidad, de aquellos que deberían defender sus creencias más arraigadas, y por extensión, las de la Iglesia Católica. La Iglesia siempre ha llegado a los debates científicos, tarde y mal, y muchos de sus actuales representantes están perdidos en su defensa, lo que me indigna por lo que debo a mi formación cristiana.

Estos debates públicos y maniqueos de creer o no creer en Dios siempre inclinan la balanza hacia el ateísmo, por la mentalidad de una sociedad poco dada a la reflexión y la filosofía, a pesar de que la ciencia más reciente (sea el Big Bang, el ajuste fino o las hipótesis de un universo antrópico) podría estar hablando de un resurgimiento, de un aggiornamento, de las vías escolásticas clásicas (San Pablo, San Agustín de Hipona, Santo Tomas de Aquino, etc.). Hoy la Iglesia parece querer revivir a un Teilhard de Chardin, como El Cid, ganado batallas después de muerto.

Es cierto que la promesa de una vida eterna es una hipoteca que puede acabar embargando a la Iglesia y restándole credibilidad. La esperanza de la resurrección cristina está dando cabida a charlatanes de feria que mezclan churras con merinas, creando hipótesis falsamente científicas donde se combinan cosas tan dispares como las experiencias cercanas a la muerte con el cajón de sastre de una supuesta realidad cuántica, de aspecto espiritual, transcendental, infinita e inmortal; todo para ganar un buen dinero a cuenta de libros y conferencias. En España hemos de soportar las tonterías pseudocientíficas del doctor Manuel Sans Segarra (y su bodrio pseudoliterario de “La Supraconciencia Existe”) y en el mundo es ya conocido el ridículo que hizo el gurú de la Nueva Era Deepak Chopra, en un famoso debate en Puebla (México) con Richard Dawkins. Es cierto que hay un grupo numeroso de doctores y científicos supervivencistas que muestran las experiencias cercanas a la muerte como una prueba de la dualidad cuerpo-alma. Hay artículos recientes, en este sentido, muy interesantes:

  • Multicenter Study Resuscitation. 2023 Oct: 191 :1 09903. Awareness during Resuscitation – II: A multi-center study of consciousness and awareness in cardiac arrest. Sam Parnia , Tara Keshavarz Shirazi , Jignesh Patel et all.

Pero me inclino a pensar que nuestro cerebro es tan inteligente que tiene mecanismos para protegernos del dolor y el sufrimiento de la agonía. Sea por la hipoxia cerebral, la hipercapnia (aumento del CO2), la actividad del sistema límbico, la liberación de nuestros neurofármacos naturales, como las endorfinas o el glutamato, estas experiencias, muchas de ellas extracorpóreas, han de tener una explicación. El problema es que los relatos de estas experiencias, como he dicho antes, se venden muy bien y hacen ricos a sus divulgadores (Esteban Cruz Niño, RA Moody, MT Browne, etc.) o sirven de soporte a los distintos predicadores de sectas e iglesias paralelas a la católica. Incluso la Iglesia ha tenido que poner coto, dentro de sus filas, a los que querían demostrar con dudosas pruebas físicas, más allá de la fe, la supervivencia del alma (caso del sacerdote y teólogo Eugen Drewermann).

Igual que se me hace muy cuesta arriba creer hoy en el más allá cristiano, estoy convencido que en el futuro (aún estamos viviendo en los albores de una humanidad que va a vivir, estoy seguro, miles de años y se diseminará por el universo) la interacción cerebro-máquina sí nos hará plantearnos cuestiones éticas, como qué hacer con la vida eterna, al menos con la vida eterna de nuestro cerebro, o nuestro exo-cerebro, cosa fundamental porque no somos más que nuestro cerebro.

Siempre me ha llamado mucho la atención no en lo que creen los que no creen (magnífico libro de las conversaciones entre el cardenal, y eterno papable, Carlo María Martini y Umberto Eco) sino en qué creen los que creen, más allá de la creencia infantiloide derivada de su niñez (todos seguimos oyendo el rio de nuestra niñez o, en palabras de Rainer María Rilke, la verdadera patria del hombre es su infancia). Me interesa en este punto dos grupos: los que hablan de una íntima conexión con un Dios que les habla en el silencio (Thomas Merton, Cardenal Robert Sarah, el Papa Benedicto XVI, etc.), aquellos filósofos como Spinoza y su idea de Dios o los herederos de la fenomenología de Edmund Husserl que acabaron debatiendo sobre el Ser (el dasein de Martín Heidegger) o evolucionaron hacia el existencialismo, como un nuevo humanismo (Anna Arendt, Sartre, Camus, etc.). Es cierto que la Iglesia ha tenido que lidiar con las desventajas del edicto de Milán por las que el inefable Constantino se erigió en defensor de la iglesia católica e institucionalizó sus prácticas en el decrépito Imperio Romano, lo entiendo. Constantino, el Grande, mal que le pese a la Iglesia, ha sido la tercera persona (después de Jesucristo y San Pablo) de mayor influencia en su historia; no estando claro, aún hoy, su nueva actitud frente al Cristianismo después de sus visiones en la batalla del Puente Milvio en Roma. Cuando en 1453 los otomanos estaban a las afueras de Bizancio, esperando para arrasar con lo que aún quedaba del antiguo imperio cristiano; teólogos y filósofos discutían dentro de los muros de Santa Sofia sobre el sexo de los ángeles, literalmente, eso sí, con un debate maniqueo, no con las infinitas posibilidades sexuales de los adolescentes actuales.

Pero es momento, partiendo de “La fuerza del Silencio”, “Ser y Tiempo”, y de lo que hoy conocemos de las matemáticas, la física y el universo, de dar otro aire a todo este debate, encontrándonos con el gran escollo del nivel intelectual y cultural necesario para encarar una nueva visión del problema. Es curioso como existe un territorio común a la ciencia y la teología en el gran misterio de la belleza, los fractales o la similitud estética entre nuestro cerebro y lo que vamos conociendo del cosmos (red cósmica de galaxias y red neuronal). Nunca la tradición estética, desde Plotino y Macrobio, hasta el hombre de Vitruvio (el hombre como un pequeño cosmos y el cosmos como un gran hombre) ha tenido tanta validez y tanto misterio y puede que refrende la idea de un universo antrópico y autorreflexivo: ¿quién da más?

  • Front. Phys., 16 November 2020. Sec. Interdisciplinary Physics. Volume 8 – 2021. The Quantitative Comparison Between the Neuronal Network and the Cosmic Web. F. Vazza, A. Feletti.

Siempre digo que soy un simple dentista y que se me escapan, por ignorancia y falta de preparación, muchos de los hilos que han de tejer un nuevo concepto de espiritualidad que nos lleve a tener, en palabras de Sócrates, una vida pensada que tenga claro su sentido y valor en un cosmos multiverso que pudiera ser infinito. Pero hay un runrún de fondo, que no soy capaz de aprehender, pero que, quizás por estar en la edad del descuento, me obsesiona. Intuyo que hay una vía intermedia entre la soberbia del ateísmo actual, del que Dawkins, con su arrogancia, es un claro paradigma y las infantilidades teológicas que socavan el prestigio de la Iglesia (no entendida como Pueblo de Dios, sino como la construcción de un edificio teológico que hace aguas en lo accesorio, desde el padre Pio, el milagro de Fátima a los abusos de pederastia, pero que mantiene sus bases, sobre roca, en lo fundamental). Este runrún que martillea mi cabeza solo tiene una ventaja: no veo hoy incompatibles ideas e hipótesis que la historia del pensamiento (historia de la filosofía y la teología) ha considerado antaño opuestas e incompatibles.

Entiendo que debatir sobre si existe Dios o si el universo tiene una finalidad es un debate absurdo e infinito porque el lenguaje que se utiliza es dispar. La ciencia ha de atenerse al método científico, el desarrollo de experimentos y observaciones para llegar, por inducción o deducción, a constructos, hipótesis o teorías. En nuestro campo, la denominada MBE (medicina basada en la evidencia) ha supuesto, como hemos visto recientemente con la epidemia mundial del COVID, otra manera de pensar y actual, cada vez más alejada del empirismo o la superstición. La ciencia, en palabras de K Popper, trata de atrapar el universo en su red, de entenderlo cada día mejor, procurando que su malla sea cada vez más fina. Si alguien nos explicará algún día a los humanos el sentido del cosmos o la vida, si alguien va a contestar al poeta Hesíodo (“los dioses han ocultado al ser humano el sentido de la vida”) miles de años después de su nacimiento, esa será la ciencia. El diseño y funcionamiento del ojo o el motor flagelar bacteriano se pueden explicar mejor en la sede de nuestra Real Academia de Medicina de Galicia que en la hermosa catedral de mi ciudad. No obstante el método científico, la ciencia, además de sus paradigmas y revoluciones (Thomas Kuhn) también tiene un poco de imaginación, irracionalidad, y casualidad, en el descubrimiento científico: los rayos X por WC Roentgen, la penicilina por Fleming, la enzima Luciferasa por Osamu Shimomura o como Augusto Kekulé, con la severidad que refleja su barbudo rostro en las fotografías, describió el anillo del benceno después de soñar con el ouroboros (una serpiente enroscada devorándose a sí misma) que mitológicamente se asocia al eterno retorno, al infinito y constante ciclo de la vida, un poco al estilo del mito de Sísifo.

Clásicamente la religión era el contrapunto de la filosofía y ahora pareciera que el camino se ha bifurcado y por un lado va la ciencia, como una nueva religión para los neoateistas, y por otro la filosofía y la religión clásica, aunque mirándose de reojo. Pero la ciencia no lo es todo, a pesar de como afirma el filósofo contemporáneo Markus Gabriel “es una ventaja vivir en una era en la que prevalece la ciencia. Es simplemente mejor ir actualmente a un dentista, con sus conocimientos y sus posibilidades tecnológicas, que ir al dentista de Platón”; no hemos de caer en el cientificismo, la idea de que la ciencia conoce la capa fundamental de la realidad, e incluso el mundo en sí, mientras que todas las demás formas de conocimiento serán siempre reducibles a las científicas; la situación se complica cuando se asocia el título honorífico de “ciencia” o el predicado “científicamente” a una concepción del mundo. Más allá del problema de espectador que hace cambiar lo observado, la famosa paradoja de la física cuántica, o la posibilidad individual y subjetiva de la observación, no podemos hacernos una imagen del mundo porque no podemos contemplarlo desde fuera; en realidad siempre estamos en algún lugar y nunca observamos la realidad desde ningún sitio. En palabras de Thomas Nagel “no podemos alcanzar el punto de vista desde ninguna parte”. La mesa de la concepción científica del mundo tiene dos patas quebradas: la ontológica y la epistemológica (no podemos observar desde ningún sitio). Nuestra falibilidad científica, según Descartes, se incrementa con el exceso de voluntad del científico, porque el deseo es el padre del pensamiento. Daniel Dennett o Richard Dawkins proponen un mundo basado en el monismo, que entiende el universo como único terreno objetual y lo identifica con la totalidad de lo material. El monismo materialista necesitaría de un Superobjeto, el mundo, que sin embargo no puede existir por razones de principio.

Bernard Kastrup, un filósofo e ingeniero en IA holandés muy interesante, “Por qué el materialismo es un embuste”, es continuador de la escuela idealista alemana (Immanuel Kant, Friedrich Hegel, Friedrich Schelling, etc.) y centra la defensa de sus ideas en la existencia de una consciencia única universal en la que estamos inmersos; para Kastrup, el materialismo ha de crear una tierra “oscura” isomorfa de la nuestra, pero ontológicamente distinta de ella, mientras que al idealismo le vasta con extender la experiencia de cada individuo hacia esa conciencia universal y la existencia de la mente, la consciencia y autoconsciencias serian más fáciles de explicar.

Las ideas de Saul Aaron Kripke (“El nombrar y la necesidad”) sobre lo que denomina “bautismo” y “designadores rígidos” son interesantes para desbancar la idea de una mirada total del monismo materialista de los neoateos. Mi padre fue José María Suárez Núñez, dentista y catedrático de Anatomía Humana de la Universidad de Santiago de Compostela; esta afirmación y estos cargos serían, para Kripke, el “bautismo” de mi padre y quedaría así “designado rígidamente”, puede haber otras personas que se llamen como mi padre, pero esta “designación rígida” la hace única en todos los mundos posibles. Yo me pregunto muchas veces, cuando mi padre ya murió hace casi cuarenta años, qué haría él en tal o cual circunstancia o que hubiera sido de la familia si, hipotéticamente, mi padre hubiera decidido irse a Madrid cuando obtuvo allí la plaza de catedrático de Estomatología; es decir, designo al mismo “objeto”, y de manera unívoca, en cualquier escenario pasado, presente, futuro o imaginario. La identidad lógica José María Suárez Núñez tiene poco que ver con su identidad material. Y no hablemos de discusiones a lo barco de Teseo.

La paradoja de Teseo (recogida por Plutarco) hace referencia a el barco en el cual volvieron (desde Creta) Teseo y los jóvenes de Atenas: Tenía treinta remos, y los atenienses lo conservaron hasta la época de Demetrio de Falero, ya que retiraban las tablas estropeadas y las reemplazaban por unas nuevas y más resistentes, de modo que este barco se había convertido en un ejemplo entre los filósofos sobre la identidad de las cosas que crecen; un grupo defendía que el barco continuaba siendo el mismo, mientras el otro aseguraba que no lo era.

De lo expuesto hasta este momento parecería que cierro las puertas definitivas al deísmo, pero no es cierto. Tengo claro, como apuntaba Einstein, que hay, al menos dos dioses en la definición coloquial de Dios; uno, el bíblico, el de Noe, Abraham o Jacob, en el que él no creía, y otro más íntimo y personal, al que se refieren la mayoría de los creyentes, el Dios de Spinoza aggiornado. Puede que este último sea o no una creación de nuestra mente, pero los creyentes lo viven como algo íntimo, tangible y real que se manifiesta en el silencio (de aquí los eremitas y los votos de silencio de las congregaciones más contemplativas); hay un hecho clarificador: con RMf cerebral se ha visto una coincidencia en las áreas de activación cerebral prefrontal para la íntima oración con Dios y la autoconsciencia. Está claro que en alguna parte del cerebro está ese Dios, solo falta saber si hay otras conexiones extracorpóreas (las extrasensoriales aún no se han demostrado) más allá de las idioteces de la conciencia cósmica abrazada por la New Age y tontos similares. La antropología cultural nos ha enseñado la vinculación de todas las religiones primitivas y chamánicas con las drogas y los estados alterados de conciencia (incluso hoy se especula sobre el posible valor de las drogas alucinógenas en la evolución del cerebro humano).

Pero el problema clave reside en entender qué quiero decir cuando hablamos de Dios. Hace más de 15 siglos, alrededor del siglo V-VI, psdeudo-Dionisio de Aroeopagita, escribió un increíble libro “Sobre los nombres de Dios” que muy al gusto neoplatónico, reflejaba su experiencia de Dios, describiendo lo que Dios no era. En palabras de teólogos más actuales, Dios no existe, sino es; somos nosotros los que existimos. Esta no definición de Dios con palabras humanas y su inmanencia a lo que nos parece que es el mundo, según nuestros sentidos, parece ser la visión más actual del deísmo. Un poco en la línea de la definición agustiniana del tiempo: “sí nadie me pregunta, sé lo que es, si me lo preguntan, no sé lo que es”; lo que significa que hay cosas que sabemos o aprehendemos por intuición y pertenecen, en cierto modo, al terreno de los Qualia.

Los qualia son las cualidades subjetivas de las experiencias individuales. Se refiere a la calidad subjetiva —pero, sobre todo, cualitativa, en contraposición a cuantitativa, de ahí el nombre— de nuestras experiencias, tales como la rojez del rojo, el sonido de una nota musical, el sabor de un alimento, lo doloroso del dolor, y sensaciones más abstractas y complejas como la felicidad, etc. Las propiedades de las experiencias sensoriales son, por definición, epistemológicamente no cognoscibles en la ausencia de experiencia directa. La existencia o inexistencia de estas propiedades es un tema calurosamente debatido en la filosofía de la mente contemporánea. Los qualia han desempeñado un papel importante en la filosofía de la mente principalmente porque son vistos como una refutación de facto del materialismo reduccionista (ver mi libro “Pienso, luego resisto”).

La posterior evolución de la Iglesia, y con la idea de vender la teodicea y las enseñanzas bíblicas al pueblo iletrado, decidió pagar a Dios (del que estamos hechos a su imagen y semejanza, según la teología) con la misma moneda, creado un Dios a nuestra imagen y semejanza (de aquí el furor de los iconoclastas protestantes). La obsesión de la Iglesia Católica por su expansión, la conversión de los infieles, la lucha contra la herejía, la contrarreforma o la Inquisición hicieron el resto. En las distintas obras teológicas y entrevistas con el Papa Benedicto XVI (“Vivir como si Dios existiera”, “Fe y ciencia”, “Jesus de Nazaret”, “Sobre todo, el Amor”, “La Sal de la Tierra”, etc.) se puede leer, entre líneas, este anhelo, hoy imposible, de reducir el tamaño e influencia política de la Iglesia; de acotarla, en definitiva, a los que le interesa el asunto. Por tanto, resulta muy complejo afirmar o negar la existencia de Dios cuando la aproximación se hace desde la vía no espiritual, con el riesgo de caer en un panteísmo (Heráclino, Plotino, Neoplatonistas, Nicolás de Cusa, Baruch Spinoza, Giordano Bruno, etc.) siempre rechazado por la Iglesia (aquí un cariñoso recuerdo a nuestro querido hereje panteísta Prisciliano, obispo de Ávila, al que tanto debe la hostelería compostelana). No puede ser que la tercera persona más importante para la expansión del cristianismo, después de Jesucristo y San Pablo, fuera el emperador Constantino, con la creación de una Iglesia oficial y las nuevas prebendas a creyentes, viudas y la curia. Poco tardaron estos últimos en alejarse de las enseñanzas de Cristo (y de aquí la aparición de los eremitas y los primitivos eremitorios).

Como dije anteriormente, uno de los filósofos actuales de moda en Alemania, Markus Gabriel, presenta una hipótesis interesante en su libro “Por qué el mundo no existe”; el nuevo realismo admite que los pensamientos sobre los hechos tienen el mismo derecho de existencia que los hechos sobre los que pensamos. Gabriel parte de las ideas ontológicas de Martin Heidegger y las actualiza. El mundo sería el dominio de todos los dominios, donde están todas las cosas y todos los hechos que tienen lugar sin nosotros, pero también los que existen gracias a nosotros. Es falso que todo esté interconectado y mientras los metafísicos se afanan, desde Tales de Mileto, a buscar una regla que todo lo abarca, el constructivismo afirma que no podemos conocer dicha regla. Para Gabriel, solo existe algo si aparece en el mundo, pero el propio mundo no aparece ni sucede en el mundo; el mundo sobre el que pensamos es distinto al mundo en el que pensamos. Dios, en cualquier caso, existiría porque también existe todo lo que no existe, solo que no existe en el mismo ámbito o dominio. Así que la cuestión no es simplemente si existe tal cosa, sino dónde existe o no existe. Porque todo lo que existe, existe en alguna parte, aunque solo sea en nuestra imaginación. Pensemos en la teoría de cuerdas, vibrando en más de tres dimensiones del espacio, sin realidad física en el espacio/tiempo tal como estamos acostumbrados.

La filosofía, y más la heideggeriana, ha tenido que crear su propio léxico para tratar de explicar conceptos que se escapan al lenguaje convencional, expresiones para describir, al igual que los qualia, ideas nuevas o ámbitos más profundos del conocimiento del ser (dasein), “el mundo es el ámbito de todos los ámbitos”, afirmaba el Maestro. Un ámbito objetual, para Gabriel, es un área que contiene un determinado tipo de objetos y en las que se cumplen reglas que conectan estos objetos entre sí. Este apunte del autor parece coincidir, al menos en parte, con la distribución en el cerebro de los recuerdos (pero esto es harina de otro costal, de la neurociencia).

Como decía antes, el poeta y protofilósofo griego Hesíodo se quejaba de como los dioses nos habían ocultado el objetivo de nuestra existencia (“Los Trabajos y los Días”). Resulta curioso que una de las partes más misteriosas de la actual cosmología sea el de la materia oscura, que algunos cifran hasta en un 85% de toda la materia observable o detectada, que no emite ningún tipo de radiación electromagnética, y que, de momento, nadie sabe qué es ni su relación con las ondas gravitacionales o el espacio-tiempo. Hay algo parecido en nuestro cerebro, una red oscura, la denominada red cerebral por defecto, una actividad que parece ir por libre, que requiere que el individuo esté consciente, pero que se desencadena, se activa, cuando el individuo pone su mente en blanco o realiza ejercicios de meditación; es “The Brain´s default Mode Network” del neurofisiólogo Marcus Raichle. Es sabido que la meditación y el rezo modifican el grosor de la corteza cerebral (puede prevenir su adelgazamiento por la edad) en áreas relacionadas con la atención e interocepción (corteza prefrontal e ínsula anterior derecha). Los nuevos métodos de exploración cerebral funcional están arrojando datos espectaculares como lo hace el telescopio James Webb con el universo.

No hace mucho pensaba que la decisión más importante del ser humano era apostar o no por la creencia de la vida más allá de la muerte, la vida eterna de la cristología. Me basaba en ello porque si eras creyente, tu vida actual no representaba nada frente a la eternidad y valdría la pena sacrificarlo todo por la gloria eterna, no te importaba, en palabras de Santa Teresa, que fuera “una mala noche en una mala posada”, es más, cuanto más sufrieras en esta vida, y dedicaras a Dios ese sufrimiento, más boletos tenías para una gloriosa eternidad. Sin querer echar sal en la herida, esto lo ha aprovechado la Iglesia y su brazo secular, incluidas las monarquías y estados teocráticos (Franco en las monedas aparecía como Caudillo de España por la Gracia de Dios), para subyugar y cortar la revolución entre la gente más humilde, para crear una religión de resignados, perdedores y resentidos frente al superhombre nietzscheano. Si no crees en el más allá entonces has de poner en valor tu vida, con sus limitaciones, exprimiendo cada segundo de tu existencia y dándole un sentido.

Hoy no cabe duda de que la gran mayoría de las personas son funcionalmente ateas o agnósticas, hablar de creer o no entre mis hijos y alumnos, que rondan los 25 años, es tratar de debatir, ya no digo sembrar la duda, en un terreno estéril, donde las preguntas transcendentales que deberían ocupar una parte de los pensamientos de cualquier ser humano, ni se las plantean ni esperan planteárselas. Decía Alejandro Tocqueville, finales del XIX, que ahora que la gente ya no cree en la vida eterna, vive como si fueran a morir mañana y GK Chesterton que cuando se deja de creer en Dios, pasamos a creer en cualquier cosa. No saben estos dos personajes a qué cotas de frivolidad y mundanidad ha llevado Instagram y TikTok a las nuevas generaciones. El pensamiento crítico y esa capacidad de asombro que dio origen a la filosofía y la ciencia ha desaparecido en gran parte de los jóvenes. Nadie se plantea nada.

En los libros de Historia de la Filosofía siempre se relaciona a esta con el ocio, con el tiempo necesario para pensar en lo inútil. Hay libros que debemos de releer de vez en cuando, uno de ellos es ese maravilloso manifiesto de Nuccio Ordine de “La utilidad de lo inútil”.  Vivimos tan estresados, tan imbuidos en esta sociedad de la eficiencia y del utilitarismo que no percibimos la utilidad, para nuestra formación y nuestra mente, de lo aparentemente inútil. Es ese conocimiento inútil, en el campo de la filosofía, la literatura, el arte o la música, la que nos hace diferentes y nos aleja del hombre mediocre de José Ingenieros, el hombre-masa de Ortega y Gasset o el hombre corriente de Chesterton.

Me fascina el “Mito de Sísifo” de Albert Camus, un pequeño libro, que se lee en una tarde, donde uno de los filósofos existencialistas por excelencia nos demuestra, con esa bella parábola del mito griego, como lo que importa es tu vida, cómo decides construirla, como ese Ser Heideggeriano se encuentra y proyecta en el mundo, como estamos condenados a la libertad de construirnos a nosotros mismos y como somos arrojados a la vida (Sartre) siendo seres para la muerte (Heidegger). No me canso de leer el final del “Mito de Sísifo” donde la roca, que en un ciclo infernal rueda y ha de subir después a la montaña, en metafórico paralelismo con una vida o un trabajo monótono, parece su eterna condena.

Camus afirma:

¡Dejo a Sísifo al pie de la montaña! Uno siempre recupera su fardo. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. También el juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin dueño no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esa piedra, cada fragmento mineral de esa montaña llena de noche, forma por sí solo un mundo. La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz.

Por tanto, esta dualidad parece irreconciliable, pero no es así. Es cierto que hay mucha literatura cristiana sobre el valor del sufrimiento, sobre ser mansos de corazón, sobre cargar cada uno con su cruz, sobre desvalorar la vida, pero hoy las cosas han cambiado y la postura de la Iglesia más. Es cierto que la teología ha cambiado y nosotros no nos hemos enterado. La Iglesia ha de hacerse más existencialista y con una lógica sencilla: si Dios nos ha dado la vida está ha de ser respetada por el que la ha recibido (cada uno de nosotros representa el último individuo de una cadena ininterrumpida de más de 4000 homo sapiens sapiens y las posibilidades de haber nacido dentro de este universo es, prácticamente, de cero; cada uno de nosotros no solos somos únicos, por mucho multiverso infinito que se precie, sino un hecho excepcional, incluso tipos como Nicolás Maduro). Hay algo, en lugar de nada, y eses algo es cada uno de nosotros; poseemos, o nos ha sido dado, un gran tesoro. Por eso seas creyente o el más feroz de los ateos, la pura estadística te impele a una cosa: ser agradecido de tu propia creación. Este agradecimiento es lo que divide a la humanidad en dos tipo de personas.

La Iglesia también coincide con los existencialistas en la capacidad del libre albedrio, Dios nos permite pecar, nos da una libertad para construir nuestro propio relato vital. Ni siquiera la felicidad depende de las circunstancias, sino de nuestro empeño en ser felices modificando la calidad de nuestros pensamientos; no importa tanto lo que nos pasa, como lo que hacemos con lo que nos pasa. Si bien los nazis fueron los organizadores y perpetradores de las barbaridades en los campos de concentración de Polonia, la mayoría de los que ejercían la extrema violencia directa sobre los prisioneros en Auschwitz-Birkenau eran los mismos judíos polacos (autocensura que debió imponerse Viktor Frankl en “El hombre en busca de sentido”; lo que demuestra los sesgos o heurísticos de nuestra mente, donde nos gusta dividir a los grupos en buenos (los judíos) y los malos (los nazis)).

Hablaba en mi libro “Pienso, luego resisto” de la neurociencia de la creencia, el hecho indiscutible de que tenemos un cerebro cableado para la creencia, y que el mito y el pensamiento mágico, lo tenemos muy arraigado en nuestro interior. Puede que la necesidad psicológica evolutiva de tener una autoridad a la que creer, obedecer y seguir para nuestro aprendizaje (padres, maestros, instructores, etc.), sea el sesgo de esta tendencia a la creencia en algo superior, real o imaginario, y, por ello, yo detecto un poco de infantilismo en la creencia religiosa tradicional de las personas que conozco (y no me refiero a las palabras de Jesús de que seamos como niños, de Marcos 10,13-16). Aquí también veo dos tipos de creyentes, el de bajo nivel sociocultural e incluso intelectual, que acepta todos los dogmas sin rechistar y los interioriza de inmediato, cuya capacidad crítica es nula, porque tiene una mente muy simple y vive en la resignación de la que Nietzsche acusaba al cristianismo, y el creyente de formación científica, cuyo espíritu crítico aprendido le lleva a no comulgar con ruedas de molino.

Esta disponibilidad natural para creer de los de mente más simple, incluso en cosas estrafalarias, explica hechos inexplicables de nuestra historia reciente, como el suicidio masivo de 917 acólitos del reverendo Jin Jones en Jonestown (Guyana). Este cableado natural plantea muchos problemas, como ya apuntaba Chesterton, porque la gente quiere creer, le gusta y necesita hacerlo y muchos sinvergüenzas desaprensivos lo saben, desde Joseph Smith, fundador con sus patrañas de los mormones, a los sucesivos papas del Palmar de Troya, los curas acusados de pederastia o el fundador de los Legionarios de Cristo, personificación del diablo en la tierra, Marcial Maciel.

Todo este debate, que considero crucial para agarrar tu vida de una u otra manera, tiene algunos puntos paradójicos. En unos de los referidos encuentros de Puebla de los Ángeles, “La edad de las Ideas”, y en un escenario que representaba un ring de boxeo, se enfrentaban dos equipos: los ateos, dirigidos por Dawkins, y los creyentes, con representantes del catolicismo, judaísmo y evangelismo; el repaso fue antológico, no solo por (incluso a pesar de) la argumentación de los ateos sino por la debilidad intelectual de los que representaban a la creencia. Supongo que no se requieren las mismas condiciones, pruebas y aptitudes para ser catedrático de ciencia en la Universidad de Oxford que predicador evangelista, y no es lo mismo debatir diariamente con la aguda e inquisitiva mente de los universitarios de Oxford que hablar los domingos a los parroquianos. Objetivamente los teístas usaban los trucos escénicos a que estaban acostumbrados: el miedo a un mundo sin Dios, a la destrucción del Universo, a la soberbia del hombre de creerse en el centro del universo, al dominio del mal si no hay Dios, etc. Hubo un punto, en el que coincidieron los tres representantes de la creencia, que me dejó preocupado: la idea de que, a los ateos, al no creer en Dios, no le importarían los demás, no podrían disfrutar de la idea del amor o la caridad, que vivirían en la desesperanza. Este punto sí me dejo realmente preocupado, porque acababa de darme cuenta de uno de los nudos gordianos de la incomunicación creyentes-ateos. Mientras la comprensión del oponente parecía clara, por parte de los ateos, que entendían o trataban de entender a los teístas, estos últimos seguían confundiendo la ética con la religión. 

Este problema ya fue abordado hace muchos años por mi admirado Bertrand Russel, matemático, filósofo y combatiente ateo (“Por qué no soy cristiano”), que se extrañaba lo poco que la creencia influía en la vida corriente de la gente que iba regularmente a misa o los oficios litúrgicos en Estados Unidos. Ya lo hemos visto en la campaña de las recientes elecciones, donde el presidente electo, el sinvergüenza de Donald Trump, de dudosa ética en todas las facetas de su vida y a lo largo de la misma, recibió el apoyo incondicional de los grupos cristianos más ultraconservadores. Russel nos mostraba la paradoja de lo poco que Dios representaba, en la práctica, en la vida de los creyentes americanos y, por el contrario, lo mal que era admitido el ateísmo en la sociedad norteamericana, lo que convertía a la creencia en un problema político y no de opción íntima y personal. A la pregunta de si la ética era más importante que la religión, Russell contestaba: “He recorrido bastantes países pertenecientes a diversas culturas; en ninguno de ellos me preguntaron por mi religión, pero en ninguno de esos lugares me permitieron robar, matar, mentir o cometer actos deshonestos”. 

No debemos de olvidar que la religión, en muchas culturas, se ha apropiado de la ética y la filosofía. Incluso se puede ir más allá, Jürgen Habermas (en cuyo desarrollo intelectual y vida filosófica tuvo un gran efecto los problemas estéticos y de habla de su niñez y juventud por sufrir de fisura labiopalatina unilateral) se planteaba que de no haber resurrección y reparación en el más allá, para los millones de personas inocentes, maltratadas, degradadas y asesinadas, se produciría una gran injusticia donde la esperanza perdida de la resurrección, en sus palabras, se sentiría como un gran vacío. La interconexión social actual, facilitada por los medios de comunicación y las redes sociales, debe aprovecharse para la unificación de una conciencia colectiva que evalúe el pasado y dirija a la humanidad hacia las mejores cotas de bien común; seas o no creyente, es indiscutible la premisa vital de ser feliz para poder hacer feliz a los demás; la idea de que con poco o con mucho, y gracias a ti, el mundo sea mejor después de haber pasado por él. En palabras de Mario Bunge: “goza de la vida y ayuda a vivir”. La idea de transcendencia sería, al menos de momento, y parafraseando a Fernando Savater, nuestra prótesis de inmortalidad, que Richard Dawkins asocia con los memes o unidades culturales de la mente colectiva transgeneracional.

Es cierto que la no esperanza en la resurrección, en una vida futura, es rechazada por la mayoría por ser frustrante, y de aquí el éxito de aquellas filosofías o religiones que aseguren la supervivencia de nuestra alma o una supuesta parte inmaterial de nuestro ser, a través de la resurrección o ciclos de reencarnación. Repito, es un problema pasajero para la humanidad, que en poco tiempo va a contar con los medios, cerebro-máquina, que garantizarán, para los que lo deseen, una vida virtual indistinguible de nuestra vida actual. De momento es mejor asumir nuestra total aniquilación física, entendiendo que nuestros actos, a lo largo de toda la vida, van a determinar nuestra única y futura posibilidad de supervivencia: los demás. Y hemos de estar preparados para ello con serenidad, más que con resignación. La mayoría de las personas mueren cuando muere la última persona que le recuerda con amor, cariño o admiración.

 Cuando alguien ha perdido un diente, una mano o una pierna no se debe parar a lamentarse sentado en su casa, desperdiciando su limitado tiempo vital, sino que ha de colocarse lo antes posible un implante o una prótesis para la mejora de su calidad de vida. Con esto me refiero a la necesidad de vivir con la mayor intensidad posible, entendiendo que nuestro mundo, lo que creemos conocer de él, es inversamente proporcional al tamaño de nuestra ignorancia; si apenas conocemos, nuestro mundo se verá restringido, viviremos poco, y no me refiero a la duración de nuestra vida, sino a su intensidad. Y no estoy hablando de un estilo de vida a lo Indiana Jones o el agente 007 James Bond, sino a regar bien la esponja que es nuestro cerebro con la cultura que nos de placer, felicidad y nos eleve a un plano vital superior.

No se trata solo de divertirse, viajar o hacer mil actividades lúdicas, sino de esforzarse en introducirse en el mundo de la cultura con mayúsculas. Por ejemplo, leer a Marcel Proust nos abre a una nueva dimensión filosófica del existir, de la capacidad de nuestra mente para entrar en un mundo diferente al común y corriente de todos los días. Debemos de vernos y sentirnos interesantes en nuestra manera de pensar y disfrutar de la vida y esto, que repito machaconamente a mis cinco hijos y residentes, cuesta, como el golf, un poco de esfuerzo al principio; has de pasar por el desierto de dar bolas desde la caseta para después ser feliz al salir al campo. A la mayoría de las personas nos resulta imposible que nos guste la música clásica, la ópera, el balé clásico o la buena literatura el primer día, necesitamos pasar por un desierto previo, de años, para, por fin, deleitarnos con “La Traviatta”, “Rigoletto”, “La Pasión según San Mateo”, “La Bayadere” o “En busca del tiempo perdido”.  Elevar nuestra mente a otro nivel, tener pensamientos o incluso un discurso interno interesante, debería de preocuparnos más que lo que ocurre después de la muerte, esto último no lo sabemos y no depende de nosotros (porque la muerte no está cuando nosotros somos y no seremos cuando la muerte está) , lo primero sí y va a ser determinante, junto con el amor de nuestra familia y amigos, para exprimir al máximo ese fruto, que nos ha sido dado, que es nuestra improbable, estadísticamente, vida.

La actual sociedad hiperconsumista y el brillo del dinero en las redes sociales ha creado el deseo de ser rico y está dividiendo a la sociedad, como nunca lo había hecho, entre exitosos millonarios, gente “cool” y una legión de fracasados-ignorados. Los líderes actuales de la juventud pivotan alrededor de solo dos ejes:  éxito económico y popularidad, íntimamente relacionados. Vivimos en la época del vacío, la hipermodernidad, la frivolidad y la frustración, como muy bien apunta el filosofo Gilles Lipovetsky, y es necesario recobrar la cordura y los verdaderos valores éticos, intelectuales y culturales. De hecho, uno de los grandes problemas de la juventud es el deseo. Las redes sociales permiten visualizar un mundo irreal pero que fomenta el deseo, por ser (popularidad) o poseer, creando el espejismo, fomentado por la manipulación política y comercial de los jóvenes consumidores, con el dinero de sus papás, de que sus deseos están a la vuelta de la esquina, al alcance de la mano; llegan a la década de los 30 y se ven con un trabajo precario y una inalcanzable vivienda de precio desorbitado, y reaccionan a este engaño con frustración y nihilismo; de aquí la multiplicación exponencial del menudeo de droga entre los adolescentes o los “sugar daddy” y “sugar mommy” del que los padres ni sospechan.

Las casualidades que tiene la vida me han llevado a disfrutar mis últimos años de vacaciones haciendo un reportaje de aficionado de los eremitorios e iglesias-cuevas trogloditas del norte de España. Me parecen fascinantes por ser genuinas, cuando no impresionantes, ser desconocidas y encerrar una realidad: la vida anacoreta y mística de los cristianos primitivos. Cuando uno llega, en bicicleta y por el monte, a lugares aislados, apenas visitados, como el eremitorio de San Miguel, en Presillas de Bricia (Burgos), excavado por los primeros ermitaños y monjes en la piedra caliza, queda fascinado por lo que las paredes y nichos antropomorfos parecen contarle, en un paraje impresionante, aislado y silencioso, lo mismo ocurre en la Tebaida Berciana, en el Valle del Silencio. El valor del aislamiento y silencio es lo que creó los Sassi de Matera, los monasterios de nuestra Rivera Sacra o los cientos de templos que he visitado en la India y Extremo Oriente. Parece como si hubiera un patrón común no solo en la religión católica (donde los anacoretas se cuentan por miles) sino en otras muchas religiones (incluso en Varanasi en la India he visitado recientemente las cuevas artificiales, de cemento armado, construidas a orillas de la Madre Ganges para la meditación).

La palabra Tebaida Berciana, hace referencia a los eremitas que se habían apartado a las cuevas de los desiertos de Tebas y Siria, al principio del cristianismo, para aislarse de una teórica corrupción de la Iglesia local (por el nuevo estatus de sacerdotes y obispos, que parecerían abrazar en exceso la vida mundana y alguna que otra feligresa). Entre los anacoretas tenemos a Pablo el Egipcio, Antonio Abad de Egipto, Jerónimo de Estridón, Palemón y Pacomio, Macario el Viejo, San Onofre, Simón el Estilista o nuestro San Fructuoso de Braga, tan relacionado con nuestra historia de Galicia. No me cabe duda de que uno de los objetivos de este aislamiento, de este vivir como animales en las cuevas, no solo estaba en la idea de la mortificación corporal, sino en la denominada deprivación sensorial que hunde sus raíces en la modificación de la actividad cerebral (ver mi libro “Pienso, luego resisto”).

Ver:

  • Conscious Cogn. 2018 Nov: 66:1-16. Getting absorbed in experimentally induced extraordinary experiences: Effects of placebo brain stimulation on agency detection. David L R Maij , Michiel van Elk.
  • Review Conscious Cogn. 2019 Aug:73:102760. Absorption and spiritual experience: A review of evidence and potential mechanisms. Michael Lifshitz , Michiel van Elk , T M Luhrmann
  • Hearing Voices, Demonic and Divine: Scientific and Theological Perspectives. Christopher C. H. Cook. Oxon (UK): Routledge; 2019. Wellcome Trust–Funded Monographs and Book Chapters. PMID: 31021586 Bookshelf ID: NBK540477 DOI: 10.4324/9780429423093
  • Front Psychol. 2020 Sep 2:11:2118. Immersion, Absorption, and Spiritual Experience: Some Preliminary Findings. Joseph Glicksohn , Tal Dotan Ben-Soussan

Dos sacerdotes me han llamado siempre poderosamente la atención, el trapense Thomas Merton, y su rechazo al demoníaco ruido, y el cardenal Robert Sarah con su elogio a lo que el denomina el silencio de Dios (“La fuerza del Silencio” y “Se hace tarde y anochece”). Mi último, y accidentado viaje a Varanasi, la ciudad más sagrada de la India a las orillas del Ganges, la meditación en muchos eremitorios rupestres e iglesias excavadas en la roca (Saint Emilion y Aubeterre- sur- Dronne, en pleno Camino de Santiago en Francia) me hacen sospechar de lo que el Cardenal Martini creía hace tiempo, la existencia de un programa y un cableado para recibir una información que tenemos grabada de fábrica en nuestro cerebro, pero que necesita de silencio, meditación y oración para traerlo a nuestra consciencia; yo no lo he experimentado, pero mucha gente sí (Manuel García Morente en “El hecho Extraordinario”). Es más, desde Pablo, camino de Tarso, han sido muchísimas las personas en las que ha entrado en funcionamiento este programa, llamémosle Dios.0, experimentado una conversión inmediata, descrita por igual independiente de las épocas históricas y el nivel socioeconómico del personaje. La reacción a este “descubrimiento mental” también tiene un común denominador: una felicidad profunda, una bocanada de esperanza, una sensación de inmortalidad y un cambio radical de vida. Por eso resulta absurdo, de aquí el título de este breve ensayo, el debate sobre la racionalidad de la creencia. La creencia es como intentar explicar a un extraterrestre el amor hacia los hijos, la “rojez” de una rosa o la sensación de una puesta de sol, pertenecen a los denominados qualia (cualidades subjetivas de nuestras experiencias individuales más íntimas) muy difíciles o imposibles de transmitir a un sujeto (extraterrestre) que no ha tenido ni sentido dicha experiencia (ver “Pienso, luego resisto) y no digamos cuando se relaciona con la belleza o el Síndrome de Stendhal.

Envidio de los pocos amigos creyentes de verdad este estilo de vida que han abrazado gracias a las enseñanzas recibidas en su niñez y entiendo el carácter misionero de muchos de ellos, como mi amigo Manolo Carreira, misionero en Guinea Ecuatorial, no por un espíritu aventurero sino por la necesidad de comunicar o contagiar ese espíritu a los demás. A mi me pasa con la ópera, soy un misionero de la ópera, e intento que mis hijos y amigos se enamoren de ella, como yo lo estoy, simplemente por la felicidad y el placer que me produce.

Como podéis ver por todo lo que acabo de contar, tengo un buen cacao en mi mente y no sé a qué conclusiones me lleva todo esto; siento decepcionaros por no poderos daros una solución y tengo la sensación del gatillazo (cosa que estoy seguro no comparten mis amigos más piadosos).

En un próximo ensayo voy a tratar de implicar la idea del Ser de Martín Heidegger en todo este lio. El eminente filosofo (amado y denostado a partes iguales) escribió un libro “Ser y Tiempo” que he tratado de leer, a lo largo de los años, con paciencia franciscana.

La esencia de ese Ser, el Dasein, y su capacidad de elección y proyección nos habla de mística teórica de autopercepción, de saber qué hacemos en este mundo y para qué, de nuestra conciencia ontológica. Pero eso es, otra historia,

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